La Jornada 1 de julio de 1996
La Zona Rosa aún no es de tolerancia, pero ya lo parece
Alberto Nájar
Se le menciona como uno de los lugares que se convertirán en áreas toleradas para el ejercicio de la prostitución, aunque desde ahora vecinos y comerciantes afirman que jamás lo permitirán. Sin embargo, éstos reconocen que deben hacer frente a la realidad: en la Zona Rosa ''pasa de todo'' y en sus 12 manzanas existen 40 cantinas, 12 centros de table dance y seis discotecas; en sus calles operan 300 güigüis, 60 chichifos, cinco pandillas, 15 travestis y 300 prostitutas que trabajan en locales cerrados y ocasionalmente en la vía pública.
Hay para todos los gustos: desde espectáculos de desnudos hasta exclusivas fiestas gay; reventones donde loúnico que está¡ prohibido es salirse sin pagar la cuenta o discretas casas de citas. Para beber, fumar o aspirar también existe una amplia variedad y las únicas condiciones son saber buscar y cuidarse de quien vende.
También hay opciones para todos los bolsillos, pues por tres pesos se puede consumir una cerveza en alguna de las fondas que se ubican en la Glorieta Insurgentes, a unos pasos de la Secretaría de Seguridad Pública, o bien tomarla en el ambiente de élite que ofrecen el Mens Club o el Royal Club, exclusivos para socios.
Sábado Distrito Federal
El fin de semana en la Zona Rosa empieza el jueves y concluye la madrugada del domingo. En ese lapso, según el consejero ciudadano Alberto Kuhn Vargas, ''pasa de todo'', lo cual significa que, por ejemplo, en una casa particular de la calle de Varsovia se reúnan cientos de adolescentes para participar en el reventón semanal, con barra libre y sin límite de tiempo.
Asisten también decenas de jóvenes adinerados que llegan en motocicletas, que estacionan en cualquier parte. La entrada cuesta 80 pesos pero después de las doce de la noche, cuando el ambiente empieza a tomar vuelo, la diversión consiste en brincarse a la casa desde las viviendas vecinas.
Kuhn Vargas reconoce que en ese lugar nada se puede hacer, porque es particular, a pesar de que saben a ciencia cierta que se cobra la entrada, se venden ''ríos de alcohol y se trafica con droga, crack, cocaína, mariguana o lo que sea''.
Tres calles al poniente se realiza otra fiesta aún más privada, en el sexto piso de un edificio contiguo a una discoteca. A ese lugar sólo se ingresa por invitación y según algunos tarjeteros que trabajan en la zona, ''si no eres gay no entras''.
O bien, si hay suerte, se puede conseguir una invitación a Vlados, una casa de citas ubicada en Río Marne, en la colonia Cuauhtémoc. Las tarjetas de este lugar, que se reserva el derecho de admisión, se reparten ocasionalmente en la Zona Rosa, y de acuerdo con Marla, una de las promotoras, aunque las copas de bebida nacional cuestan lo mismo que en otros lugares, la diferencia estriba en ''el ambiente privado y las muchachas que están muy buenas y sanas''.
Asistir a estas fiestas es arriesgado, porque no tienen ningún tipo de control. Empero, no son los únicos puntos de peligro en la Zona Rosa, pues existen áreas todavÃa más inseguras como los alrededores de la SSP, la Glorieta de Insurgentes y la esquina de Londres y Génova, donde se reúnen decenas de jóvenes integrantes de alguna de las cinco pandillas que operan en la zona.
Kuhn Vargas comentó que precisamente entre ellos se encuentran algunos de los distribuidores al menudeo de droga, aunque ''es difícil precisar en donde están, porque obviamente que se están moviendo''. Lo más popular es la cocaína, que se cotiza entre 150 y 200 pesos la grapa, aunque también se pueden conseguir crack y mariguana.
En busca del cliente dorado
De Insurgentes a Florencia y de Chapultepec a Reforma, el primer contacto con el ambiente de fin de semana son los güigüis, hombres y mujeres que reparten tarjetas de discotecas o centros de table dance y que obtienen una comisión por cada cliente que consiguen y el consumo que realice.
Son aproximadamente 300 los que trabajan en la Zona Rosa, la mayoría de entre 15 y 25 años que se reparten las calles de acuerdo con su antiguedad y el lugar al que promueven.
Pedro, quien reparte tarjetas del Caballo de Hierro, Keops, Manhattan y Extravaganzza, comentó que hace cuatro años empezó como garrotero en el Dragón Rojo, luego ascendió a acomodador de autos, después se hizo cargo del guardarropa y desde hace 15 meses ''me dieron chance de tarjetear''.
Explica en que consiste su trabajo: cuando consiguen un cliente, los tarjeteros lo llevan al sitio que promueven y a cambio reciben una copia de la comanda con que se elabora la cuenta del recién llegado. Su comisión es proporcional al consumo: diez pesos por cada copa, 120 si pide una botella y 150 si contrata los servicios de alguna prostituta. En el caso de los centros de table dance los güigüis reciben cinco pesos por cada baile que contrate su cliente.
Para poder ofrecer estas gratificaciones las ganancias de los establecimientos son elevadas. Cada copa de bebida nacional cuesta 30 pesos, la botella de ron se cotiza entre 400 y 550, el boleto para un baile en la mesa del cliente --que dura tres minutos-- se vende en 70 pesos y sostener una relación sexual significa desembolsar por lo menos mil 500 pesos, de los cuales la chica se queda con mil y el resto lo entrega al lugar donde trabaja.
De acuerdo con Gerardo Jiménez, líder de prostitutos y travestis de la colonia Hipódromo Condesa, en la Zona Rosa trabajan regularmente 300 meretrices en locales cerrados y la vía pública.
De todo y para todos
Los chichifos, jóvenes homosexuales que ejercen la prostitución, empiezan a aparecer desde las seis de la tarde en las calles de Londres, Hamburgo, Florencia, Varsovia, Liverpool y Paseo de la Reforma en el tramo de Lieja hasta el Angel de la Independencia. A veces caminan sin rumbo fijo, pero casi siempre permanecen de pie por varias horas junto a los teléfonos, siempre atentos al paso de automóviles de lujo o de hombres maduros y bien vestidos.
Los fines de semana suman 60 los que trabajan en la Zona Rosa, aunque el número varía de acuerdo a como se presente el ambiente. La mayoría ya son conocidos y por lo mismo tienen clientes más o menos fijos; otros, los que apenas empiezan, deambulan alrededor de los bares y discotecas gay.
Tienen mucha demanda, pues según Mauricio, de 16 años, ''muchos hombres cuando llegan a cierta edad se sienten solos y nosotros les damos la compañía que necesitan''. A sus clientes los contactan en la calle pero el trato lo hacen a bordo de su automóvil o en un lugar diferente. ''Es por seguridad de los dos, hay muchos policías que los extorsionan''.
Los vecinos y comerciantes de la Zona Rosa no están de acuerdo en que se convierta en área tolerada para el ejercicio de la prostitución, e incluso el consejero ciudadano Alberto Kuhn rechazó que esa práctica se lleve a cabo en la vía pública. ''Si se da intramuros es otra cosa, allí no podemos hacer nada''.
Tomado de
http://www.jornada.unam.mx/1996/07/01/zonaros.html
lunes, 31 de enero de 2011
jueves, 27 de enero de 2011
La glorieta del deseo
Héctor de Mauleón
La glorieta del deseo
24 de enero de 2011En 1969, el año del viaje a la Luna, la glorieta del Metro Insurgentes era un cráter futurista abierto en la columna vertebral de la urbe. Los añejos caserones que la circundaban parecían mirarla azorados, como si de pronto la ciudad de México hubiera ingresado en un cómic de ciencia ficción. José Alvarado afirmaba que el Metro iba a crear un ciudadano nuevo: un capitalino sin neurosis, fresco, relajado, sonriente, que en cosa de minutos sería capaz de transportarse cómodamente sentado en un vagón que borraba de un plumazo los semáforos, los embolletamientos, la lentitud de los trolebuses, la pesadilla que fue durante años viajar colgado en el pescante de los autobuses urbanos: López Mateos, Circunvalación, San Juanico, Violeta-Perú, Zócalo-Xochicalco y anexas. Terminaba para siempre “el viaje de mosquita”. La glorieta de Insurgentes era la escenografía del mundo que se aproximaba: una ciudad ultradinámica, dotada de circuitos, desniveles, amplísimos espacios.
La historia de la urbe es la historia de la forma en que la urbe asesina nuestros sueños. Una década después de que Gustavo Díaz Ordaz inaugurara el primer viaje en Metro, un cronista inigualable, José Joaquín Blanco, visitó nuestro cráter del futuro. Descubrió que la ciudad, “su miseria, sus masas, el modo de vida de sus barrios, su violencia”, había convertido la glorieta en una plaza más. Las boutiques, los bares, los lujosos restaurantes que en 1969 servían al aire libre, y eran la puerta que conducía, ¡oh, Cuevas!, ¡oh, Fuentes!, ¡oh, Monsiváis!, a la snobísima Zona Rosa, se habían disuelto en una serie de fondas, taquerías, torterías, sucursales de la Conasupo, el Boletrónico y el Injuve.
Muchedumbres intermitentes, uniformadas por la pobreza —ataviadas, cuando más, por la oferta de Milano—, corrían, compraban en las tiendas de soya, se alimentaban con licuados, se agrupaban en corrillos, se descomponían en figuras prematuramente devastadas por la crisis. Han pasado más de cuatro décadas desde que Díaz Ordaz condujo con sus propias manos un vagón del Metro. Los túneles de la ciudad interplanetaria se hallan invadidos por discos y películas “piratas”.
Los ambulantes venden cepillos, lociones, cosméticos. En 1969, la publicidad ofrecía la aspiración de convertir a los mexicanos en técnicos de IBM. Hoy se pueden contar en la circunferencia de la glorieta trece cafés internet, atascados la mayor parte del día. La computación no fue el futuro: los mexicanos entetienen un mundo sin oportunidades en el Twitter, el chat, el e-mail. Sobre los restaurantes al aire libre cayeron el polvo, el smog: el mundo interplanetario fue reemplazado por baños públicos, farmacias de similares, escuelas “internacionales” de cosmiatría, maquillaje y estilismo, tiendas de productos para la calvicie, la gordura y la impotencia, locales de lotería, peluquerías de a diez pesos y consultas médicas de a veinticinco.
Las muchedumbres forman colas estables frente a las máquinas de recarga del Metrobús.
Los túneles traseros de los comercios huelen a orines; los niños de la calle se agrupan, a inhalar cemento, junto al busto del regente Corona del Rosal. En las bancas, los novios se besan, pelean, conversan. Las tribus urbanas, emos, punketos, lo que sea, afirman por un instante su pertenencia a la metrópoli. La glorieta registra la salida masiva de los mexicanos del clóset: fajes a mil por hora y besos de lengüita de ese amor que hace unos años no se atrevía a pronunciar su nombre. Cumbias y salsas emergen de los puestos.
Entre las seis de la tarde y las nueve de la noche, la glorieta es la sala de estar de una ciudad que se caracteriza por su falta de puntos de encuentro. Es el sofá, el café, la lonchería a cielo abierto, la dura decisión de subirse al Metro o dirigirse, sin más, al cercano Hotel Castro.
Ha caído la noche. A la plaza la sobresaltan las sombras. Como en la crónica lejana de José Joaquín Blanco, los policías fuman. Aguardan el momento de oficiar.
Tomado de
http://www.eluniversal.com.mx/editoriales/51457.html
La glorieta del deseo
24 de enero de 2011En 1969, el año del viaje a la Luna, la glorieta del Metro Insurgentes era un cráter futurista abierto en la columna vertebral de la urbe. Los añejos caserones que la circundaban parecían mirarla azorados, como si de pronto la ciudad de México hubiera ingresado en un cómic de ciencia ficción. José Alvarado afirmaba que el Metro iba a crear un ciudadano nuevo: un capitalino sin neurosis, fresco, relajado, sonriente, que en cosa de minutos sería capaz de transportarse cómodamente sentado en un vagón que borraba de un plumazo los semáforos, los embolletamientos, la lentitud de los trolebuses, la pesadilla que fue durante años viajar colgado en el pescante de los autobuses urbanos: López Mateos, Circunvalación, San Juanico, Violeta-Perú, Zócalo-Xochicalco y anexas. Terminaba para siempre “el viaje de mosquita”. La glorieta de Insurgentes era la escenografía del mundo que se aproximaba: una ciudad ultradinámica, dotada de circuitos, desniveles, amplísimos espacios.
La historia de la urbe es la historia de la forma en que la urbe asesina nuestros sueños. Una década después de que Gustavo Díaz Ordaz inaugurara el primer viaje en Metro, un cronista inigualable, José Joaquín Blanco, visitó nuestro cráter del futuro. Descubrió que la ciudad, “su miseria, sus masas, el modo de vida de sus barrios, su violencia”, había convertido la glorieta en una plaza más. Las boutiques, los bares, los lujosos restaurantes que en 1969 servían al aire libre, y eran la puerta que conducía, ¡oh, Cuevas!, ¡oh, Fuentes!, ¡oh, Monsiváis!, a la snobísima Zona Rosa, se habían disuelto en una serie de fondas, taquerías, torterías, sucursales de la Conasupo, el Boletrónico y el Injuve.
Muchedumbres intermitentes, uniformadas por la pobreza —ataviadas, cuando más, por la oferta de Milano—, corrían, compraban en las tiendas de soya, se alimentaban con licuados, se agrupaban en corrillos, se descomponían en figuras prematuramente devastadas por la crisis. Han pasado más de cuatro décadas desde que Díaz Ordaz condujo con sus propias manos un vagón del Metro. Los túneles de la ciudad interplanetaria se hallan invadidos por discos y películas “piratas”.
Los ambulantes venden cepillos, lociones, cosméticos. En 1969, la publicidad ofrecía la aspiración de convertir a los mexicanos en técnicos de IBM. Hoy se pueden contar en la circunferencia de la glorieta trece cafés internet, atascados la mayor parte del día. La computación no fue el futuro: los mexicanos entetienen un mundo sin oportunidades en el Twitter, el chat, el e-mail. Sobre los restaurantes al aire libre cayeron el polvo, el smog: el mundo interplanetario fue reemplazado por baños públicos, farmacias de similares, escuelas “internacionales” de cosmiatría, maquillaje y estilismo, tiendas de productos para la calvicie, la gordura y la impotencia, locales de lotería, peluquerías de a diez pesos y consultas médicas de a veinticinco.
Las muchedumbres forman colas estables frente a las máquinas de recarga del Metrobús.
Los túneles traseros de los comercios huelen a orines; los niños de la calle se agrupan, a inhalar cemento, junto al busto del regente Corona del Rosal. En las bancas, los novios se besan, pelean, conversan. Las tribus urbanas, emos, punketos, lo que sea, afirman por un instante su pertenencia a la metrópoli. La glorieta registra la salida masiva de los mexicanos del clóset: fajes a mil por hora y besos de lengüita de ese amor que hace unos años no se atrevía a pronunciar su nombre. Cumbias y salsas emergen de los puestos.
Entre las seis de la tarde y las nueve de la noche, la glorieta es la sala de estar de una ciudad que se caracteriza por su falta de puntos de encuentro. Es el sofá, el café, la lonchería a cielo abierto, la dura decisión de subirse al Metro o dirigirse, sin más, al cercano Hotel Castro.
Ha caído la noche. A la plaza la sobresaltan las sombras. Como en la crónica lejana de José Joaquín Blanco, los policías fuman. Aguardan el momento de oficiar.
Tomado de
http://www.eluniversal.com.mx/editoriales/51457.html
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